
Turks and Caicos
Él y yo. Solos. Despertando al cobijo de una vegetación selvática, y acostándonos entre páginas noveladas. Desayunando tostadas con mantequilla deshecha y croissant de Nutella. Para después correr al resguardo de las sábanas y volver a leer.
Camino a la playa, la armonía arquitectónica del hotel Amanyara nos sobrecoge. Nunca nos acostumbramos a ella. La perfección existe, y no siempre es aburrida.
Días de sol y arena blanca, sobre la que observamos durante horas un mar en calma color turquesa. Abrazamos el fondo marino, casi rozando su hipnótico coral, para hundirnos en la piscina de la habitación después de comer. Mente en blanco y oídos sordos. Bajo el gua, llega la paz.
Siestas que se alargan hasta media tarde, meriendas de chocolate negro y atardeceres con una cerveza muy fría. Cenar sushi y cerrar los ojos para volver a empezar.
Hedonismo en Turks and Caicos (sin remordimientos). Qué fugaces son las vacaciones.
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